lunes, 14 de abril de 2014

herencia

La ruina. Ahí estaba yo. En la ruina, en la miseria. En el quinto vaso de mi última botella de coñac Le Corbusier fijé la vista en mi mano derecha, en mi gran anillo de oro con el escudo familiar en el dedo chico.
Saqué la llave dorada tras ponerle pestillo a la puerta y me la metí al bolsillo, caminé por el pasillo plagado de puertas iguales, caminé por la alfombra persa, saludé a la mucama y subí al ascensor.
No comía hace dos días, pero el olor del comedor no pudo convencerme; seguí a paso firme tomando el último sorbo de coñac del vaso hacia el casino. “Bienvenida madamme, permítame rellenar su vaso, ¿qué se sirve esta noche?” me dijo el anfitrión. Yo seguí de largo a la caja y, sin sacarme los lentes oscuros, le pasé mis últimos mil euros a la rubia tras el mesón.
No pretendía perder tiempo jugando póker ni perder ni un euro en el tragamonedas; fui directo a la mesa de la ruleta. Miré dos partidas, las apuestas no eran tan altas, los jugadores no eran tan buenos. Solo unos viejos aficionados, borrachos estridentes apostando hasta su póliza de seguro.
Tomé mis fichas y las dividí en tres partes iguales. Un tercio al seis negro, dos tercios al veintiuno rojo. El croupier hablaba a una velocidad imposible de entender. El anfitrión llegó en ese instante previo a la partida con un coñac doble para mí.
El vaso ya estaba vacío, la pelota giraba en la ruleta. Seis negro. Levanté mi mano, ordené que me rellenaran el vaso y aposté esta vez al nueve rojo. El croupier sonreía, la ruleta giraba y la pelota entraba en el juego.
Tal como pasa en las películas sentí el máximo cliché de ver la vida pasar ante mis ojos. Estados de cuentas bancarias en números negativos. Peleas mortales con taxistas porque no tenía dinero. Mi marido y su maleta. El jet. La azafata. La entrada del hotel en Toulouse. La tarjeta de crédito. La habitación del hotel. Las sábanas de seda color marfil. El coñac. Las jóvenes mucamas. La pelota seguía girando. La pelota ocupaba la casilla del nueve rojo. Profesional.
Había triplicado mi capital inicial. Con esto al menos podría pagar la cuenta del servicio a la habitación. Lo demás lo resolvería en el camino. Qué más daba, el coñac me anestesiaba, pero ampliaba mi juicio. Tomé mis fichas, cobré mi plata y me retiré del antro. Me retiré con una caja de puros de cortesía, una botella de champán y tres mil quinientos setenta euros.
Llamé al ascensor, subí al piso 15 y caminé rumbo a mi habitación. Puse la llave, giré la manilla. La cama estaba perfectamente armada, el baño limpio, la ropa doblada. Tomé la hielera, salí al pasillo a buscar hielo. La joven mucama esperaba fuera de mi puerta. Eran las cuatro de la mañana.
Descorchamos el champán, bebimos de la misma botella y ella celebraba más que yo mi ganancia de esa noche. La desvestí, la tiré a la cama y el coñac borró mi memoria.
Desperté a eso de las siete de la tarde. Desnuda, sola en la cama desordenada. La cabeza se me partía, el cuerpo aún no respondía. Logré levantarme y caminé envuelta en una sábana. Me miré al espejo, ya no tenía treinta años, me mojé la cara y fui a llamar a servicio a la habitación.
Ella no estaba. Mi plata tampoco.
Mi plata no estaba.
Ni en el velador, ni en la maleta, ni bajo la cama ni sobre la mesa del pequeño living, ni en los bolsillos de mi abrigo.
Llevaba un mes en el hotel más lujoso que había podido encontrar. Un mes viviendo como solía vivir cuando tenía mi casa, mi marido, mi herencia. Un mes viviendo con una tarjeta sin fondos.
Y ahí miré a la ventana. El hermoso atardecer de Toulouse. Los árboles bañados en la luz del sol. Una fresca brisa primaveral. De nuevo me sentía como en una película. Vi la calle de adoquines. Y elpiso 15.
Salté.
Caí.

Y pagué mi deuda estrellada en la vereda.